Gallegos y el optimismo trepador

De Rómulo Gallegos se ha dicho mucho y se seguirá diciendo. Como récipe literario lo suministran en nuestro bachillerato venezolano. Tal vez ahora menos, pero para ser serios y justos: Si de letras nacionales se trata, jamás, pero jamás, podemos saltarnos al eximio escritor. Sin embargo, a veces nos encontramos con cierta crítica remozada que extrapola al novelista los excesos del Pacto de Puntofijo.

Lo califican no pocas veces de un privilegiado -es posible de una variante de Andrés Eloy Blanco en la poesía-, de una especie de pontífice del adequismo reformista y represivo encubado a mediados del siglo XX. Vendría a lugar entonces otras polémicas sobre su validación o no de lo peor del bentancourismo sesentoso, aspecto interesante que debe ser analizado con la mesura del caso.

Más allá de estas inacabadas discusiones, al César lo que es del César: Gallegos es una pluma universal, a quien no se le debió mezquinar el Premio Nobel de Literatura de su hora. Esto puede generar cierto resquemor en atávicos detractores que acusan de ventajista al huraño maestro del colegio Sucre.

No nos atreveríamos a calibrar tamaña imputación, ni profundizar hasta qué punto cada quien tiene razón, o si ambos bandos dicen verdades. Claro, también sobre el celo tenemos un expediente por descubrir, sabemos que la envidia es directamente proporcional al logro; sino tengamos presente que muchos que en vida abominaron a Gallegos, luego se trasnocharon un buen trayecto de sus existencias deseosos de ganarse el premio internacional epónimo del polémico escritor. Eso es harina de otro costal.

No obstante, nos gustaría pararnos en un punto interesante, que tiene que ver con el papel del intelectual -cultivador de cualquiera de los géneros- con sus lectores gruesos, es decir, con el pueblo, así como suena. Preguntarnos sobre ese giro casi copernicano, de su mensaje, de su contenido: De un Gallegos de novela pesimista a un Gallegos de novela optimista. Hablamos del brinco que fue a dar en La Trepadora (1925), tomando fuerte impulso desde el Último Solar (1920), obra de la que ahora conmemoramos un siglo de su publicación.

No faltan críticos quienes evalúen la obra Reinaldo Solar (nombre posterior del Último Solar) como una novela a tono con una generación de transición, impregnada de fuerzas divergentes, y por ende, nada propositiva. De allí que, cuando el citadino universitario Gallegos exhibe este texto no estuviera, sostienen, en sintonía con el país profundo (Iduarte, 1969, p. 26-27). Asunto por cierto no exclusivo de nuestro país, sino de toda la región latinoamericana y caribeña. En todo caso, ahora el personaje central de La Trepadora será un boyante “hombre de presa”, Hilario Guanipa, contra el “perdedor” Reinaldo Solar: “Novela de tema criollo tanto que su argumento se relaciona directamente con nuestra trayectoria social. Jaime del Casal, vástago de una familia de aristócratas hacendados, en sus relaciones con una muchacha humilde, de las que viven en las vegas de los del Casal, tiene un hijo: Hilarito Guanipa. Este Hilarito Guanipa se casará con la sobrina de Jaime del Casal, Adelaida Salcedo, mujercita fina, sensitiva, educada por Beethoven, Liszt, Chopin. Se casará ella extrañadamente seducida por una rara atracción, en que quién sabe jugó su rol una ley de contrastes; y por amor a su tío Jaime del Casal que prevé la ruina de los suyos y comprende que sólo podrá salvarlo su hijo natural, Hilario Guanipa. En la segunda y tercera etapas de La Trepadora, Adelaida se revela en lucha psicológica, silenciosa y sutil, con su marido, Hilario Guanipa, el hombre cuyo espíritu está compuesto por lo que de noble y generoso había en su padre, Del Casal, y por los sentimientos rudos, y el individualismo montaraz de los Guanipa”. (Massiani, 1984, p. 74-75).

En La Trepadora Gallegos tratará de resolver la confrontación de clases sociales sin traumas, mediante una audaz salida de la que no dejará de recurrir, con sus matices, en sus obras ulteriores: Metaforizar la disputa de los opuestos. Confrontación muy presente desde sus cuentos hasta sus novelas.

Si bien en sus cuentos La Liberación y en Sol de antaño sucumbe al fracaso; ya en el El apoyo asoma la fuerza para obrar. Si lo que campeaba era la desolación ante una interminable dictadura en un país palúdico, esa “alma sepultada”, permeó su primera propuesta novelística. Reinaldo Solar prácticamente -como Gregorio Samsa de La Metamorfosis kafkiana- no encuentra sentido en el mundo, es un desadaptado que finalmente se quita la vida.

Pero Gallegos, pese a mantener la lucha de los contrarios, esta vez, en La Trepadora, apuesta a ganador: la mezcla entre la nobleza y el grupo explotado, hay reconciliación en las generaciones futuras, y esa síntesis la representa Victoria del Casal, alegoría de la auténtica trepadora. Simbólicamente vemos cómo la hija de la anulada Adelaida Salcedo y de su resentido primo, Hilario Guanipa, logra la prosapia, cobra su linaje, pese al odio contra su familia materna debido a su origen bastardo.

En este sentido, Juan Liscano nos proporciona una clave que suma un elemento más a la complejidad de nuestra mirada: “La solución optimista de La Trepadora consistió en no dejar que Hilario Guanipa asesinara a Nicolás del Casal, en el momento que viene a pedirle la mano de su hija” (citado por Gil, 1985. p. 17). Pero el triunfo de Hilario Guanipa (ahora del mismo Rómulo Gallegos) para nosotros no es la que se considera tradicionalmente y nos quiere hacer ver Gallegos con una crítica canónica.

No hubo ciertamente un asesinato, nos referimos al de Nicolás del Casal, pero si hubo un “suicidio simbólico”: el de un Hilario Guanipa que no accionó el arma, pero dejó que el amo se impusiera sobre el peón. En dicho acuerdo amatorio Victoria-Nicolás Gallegos nos quiere hacer ver un Hilario Guanipa subliminalmente airoso, al reclamar los derechos confiscados a su madre mediante el ascenso de su propia hija, ahora casada con un Casal.

Y aquí está el optimismo tramposo de la obra: la burguesía volvió a derrotar al mestizo, asunto confuso que se puede resumir bajo la idea de una hija Victoria, que es ahora heredera exclusiva de Cantarrana, pero “los hijos de Victoria no serán Guanipas: serán Casal y Cantarrana, máxima expresión de poderío y conquista de Hilario, pasará nuevamente a ser propiedad y símbolo del poderío de una familia y una clase: la de los Casal” (Ramos, 1984. p. 126).

De este modo hábilmente no hubo sincero entendimiento de clases y menos traspaso de heredad a los desposeídos, disimuladamente el pobre volvió a perder ante la alianza “reconciliadora” de los poderosos de siempre. Más bien para nosotros el triunfo está en un Gallegos que ahora no “suicida físicamente” a su personaje -como otrora Reinaldo Solar- en un país donde parece que es lo más normal, sino en la presencia de un Gallegos que encuentra en un proyecto reformista una ficción edificante, todavía conservadora, pero edificante, al fin.

Y allí está la clave y el verdadero punto de inflexión del nuevo escritor, que en su segunda novela dio un golpe de timón rumbo a la posibilidad.

El optimismo es garantía de triunfo, no hay otra. No se interprete metafísica esta aseveración, más bien véase como un imperativo, una necesidad, una vez que somos arrojados, inconsultamente, al mundo, ¿qué más dá? Tampoco léase como una frase prefabricada, oración claudicante y facilona de alguna seudofilosofía de bolsillo enmarcada en el apotegma de “mente positiva”. No. El optimismo es garantía de triunfo, sintetiza tal vez, una elección, una opción de sobrevivencia ante una realidad cada vez más aplastante.

Quizás, es edulcorar la píldora de la vida para hacerla más llevadera con las tonalidades pasteles de un lenitivo autosugestivo. Lo cierto, es que lo afirmativo funciona, por provechoso ante un mundo indudablemente hostil. Una prueba aplastante es que seguimos viviendo, inclusive, en trama de guerras de exterminios, igual reímos y nos reproducimos, es más que interesante esta situación.

Cualquiera podría saltar con el acomodado “depende” para poner de relieve un relativismo que nos enreda más la torta, hablando del instinto de supervivencia o algo así, para terminar posiblemente justificando el sentido trágico de la vida con un muy existencialista afindecuentatodosvamosamorir. Y decimos triunfo y no éxito. Aseguramos que son nuestras decisiones las que toman -consciente e inconscientemente- un sendero específico. Decisiones, insistimos, a veces convicciones de vida como quienes saltan de la razón a la fe. Es eso, la valentía de elegir sin dar más argumentos. Pero el cuadro se complica cuando sumamos la tarea intelectual: en ese afán de leer las cosas por dentro casado con “el servicio de un ideal colectivo”.

Un intelectual tenido como especie de artesano de su pueblo, quien siente y le duele sus semejantes, pues. Y este binomio del optimismo y “el servicio de un ideal colectivo” nos remiten a Rómulo Gallegos, de quien debemos recalcar nuestra admiración y reclamo en estas breves páginas que no comulgan con parricidios literarios.

Partiendo que no hay texto sin contexto y que todo autor es parte de su obra: Rómulo Gallegos ganó para nosotros su inmortalidad no en 1929 cuando se consagró con Doña Bárbara, ni casi dos décadas después, cuando se hizo Presidente de la República, sino muchos años antes: en 1925, cuando publicó La Trepadora, su primera novela optimista.

Después del incipiente y objetado Último Solar, Gallegos se aleja del neurótico Reinaldo Solar, en un país agreste y tiranizado; y abre paso al arrogante y simpático Hilario Guanipa, clave para una Venezuela que, como el drama de Sísifo, está siempre en construcción.

Pero aclaremos, no pontificamos sobre el optimismo burgués, baldío y engañoso, sino, el optimismo emancipador e inclusivo. Reza un manoseado dicho que a “confesión de partes relevo de prueba”. Sobre la génesis de La Trepadora dice el mismo Gallegos: “Hasta ahora nuestra literatura ha sido amarga y desesperada, pero creo que ya es tiempo de amar y confiar un poco” (Citado por Mannarino, 1998. p. 24).

Fue el inicio de la esperanza y aquí está a nuestro entender el quid del asunto. Como escritores un siglo después y bajo otras circunstancias nos toca lo propio: amar y confiar un poco. Pero con un optimismo de otro mundo deseable, sin suicidios físicos ni simbólicos, y evitando por todos los medios que el amo vuelva a imponerse sobre el peón.

Alexander Torres Iriarte

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